La acción de una persona
Los rasgos de la persona del Espíritu
Santo han sido revelados de manera progresiva: insinuado en el Antiguo
Testamento, la palabra precisa de Cristo los manifiesta en plenitud,
complementando la revelación del misterio de la Trinidad.
La
teología, el dogma y la espiritualidad han encontrado las formas de
presentación del Padre y del Hijo, pero no nos han dado una fisonomía
determinada del Espíritu Santo. De Dios Padre tenemos la visión confiada de
hijos, asegurados por la palabra de Cristo (Mt. 6,30-33); de Dios Hijo tenemos
una idea aún más completa: Jesucristo Dios y hombre, manifestado en su propia
vida terrena y en las enseñanzas posteriores de la revelación. Del Espíritu
Santo, en cambio, no poseemos una visión concreta que pueda equivaler a lo que
significan “Padre” o “Hijo” en nuestro lenguaje y en nuestras ideas.
Y
aún sabiendo que es la
Tercera Persona de la Trinidad nos cuesta representarle como persona.
Entre nombres y símbolos tenemos una gran variedad: espíritu, viento, fuerza
misteriosa, amor, fuego, caridad, paloma, bondad, dulzura, paz. Y nuestra
oración, nuestra espiritualidad, nuestros sentimientos hacia El están fundados
en la idea que de El tenemos.
A
esta falta de figura apropiada se añade el hecho de que la misma reflexión
teológica tiende a acentuar más sus obras que su Persona, perdida o escondida
detrás de algunas realidades como gracia, caridad, dones. Todo ello contribuye
a que, aún creyendo que el Espíritu Santo es una persona porque nos lo dice la Revelación , con nuestra
imaginación nos nutrimos de símbolos no personales, y existe el peligro de que
nuestra conducta se guía por lo imaginado y no por lo creído, tratando al
Espíritu Santo como si no fuera un viviente, perdiendo la posibilidad de
relacionarlos personalmente con El.
El
papel del Espíritu Santo consiste, sobre todo, en actualizar dinámicamente y en
el interior de las personas, a través del espacio y del tiempo, lo que Cristo
obró una vez para siempre. Entonces lo que denominamos “gracia” o “dones” del
Espíritu (sabiduría, piedad, entendimiento, etc.) no es algo diferente del
Espíritu mismo, sino que es simplemente el efecto de su actividad permanente en
el interior de las personas.
Se
corre el peligro de mirar más a los dones del Espíritu Santo que al Espíritu
Santo mismo, que es el verdadero don que nos ha sido dado. (Rom. 5,5; Lc.
11,12-13) El mismo profeta Isaías no separa los dones del Espíritu Santo mismo:
no habla del don de sabiduría, piedad, etc., sino del Espíritu de sabiduría,
etc. (Is. 11,1-2)
Acercándonos a Pentecostés
De
esto se desprende que una actitud lógica para estos días cercanos a Pentecostés
es facilitar esta acción del Espíritu, destrabando situaciones personales y
comunitarias que se oponen o dificultan esta intervención. Y esta tarea de
remover obstáculos también será fruto de la inhabitación del Espíritu en
nosotros (Rom. 8,11).
La
propuesta es, entonces, partiendo de la descripción de los frutos de la acción
del Espíritu que Pablo hace en Gál. 5,22-23, revisarnos y comprobar hasta qué
punto estas manifestaciones de la presencia del Espíritu en nuestras vidas son
realidad.
A la
vez, y como un segundo paso, tomar la serie que el mismo Pablo nos presenta
inmediatamente antes, en Gál. 5,19-21, como expresión del actuar de alguien que
no “le hace lugar” al Espíritu en su vida.
Luego
de reunido el grupo que participa en el encuentro (que puede ser el curso o
grado, el grupo o comunidad de referencia, y por qué no la misma familia...),
en torno a la Palabra
abierta en el pasaje de la carta a los Gálatas antes citado, se enciende un
cirio, como significando que queremos dejarnos iluminar por la luz del
Espíritu, pidiendo explícitamente Su acción para la tarea que vamos a
emprender. (Lc. 11,13).
Se
entrega luego a cada uno unas hojas con el listado encolumnado de las actitudes
descritas en Gál. 5,22-23 y Gál. 5,19-21, para que realice este trabajo
personal de revisión. La sugerencia es anotar al lado de cada actitud cuándo
cada uno la ve presente en su vida, y cómo puede acrecentarla o revertirla, de
acuerdo a si es una consecuencia de la presencia o ausencia del Espíritu en su
vida.
Una
forma que implica una dimensión comunitaria mucho más intensa es la de
reconocer esta acción del Espíritu en la vida de los demás. Utilizando el mismo
esquema de encolumnar las dimensiones de la vida del Espíritu diseñado para el
análisis personal, la variante implica contrastar lo que Pablo señala como
frutos del Espíritu o ausencia de El, con la vida de los hermanos, con una
sincera actitud de agradecimiento a Dios por estos dones reconocidos o de
comprensión y no condena ante lo que vemos como ausencia del Espíritu; luego,
con una actitud de profunda caridad de
fondo, manifestar lo apreciado a la persona que hemos considerado (por escrito
o verbalmente). Es un paso muy delicado, que requiere una gran madurez en la
comunidad que lo realiza. Pueden distinguirse dos pasos, que llegado el caso
admiten ser realizados en dos momentos distintos.
Dar
gracias, pedir perdón, comprometerse a remover los obstáculos que dificultan la
acción del Espíritu son actitudes apropiadas para cerrar este momento de
reflexión y oración.
En
síntesis, reconocer su presencia o su ausencia, y reafirmar desde estas
manifestaciones concretas la voluntad de querer obrar según el Espíritu nos
inspire. (Gál. 5,25).
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