martes, 10 de junio de 2014

Facilitar la acción del Espíritu

La acción de una persona

Los rasgos de la persona del Espíritu Santo han sido revelados de manera progresiva: insinuado en el Antiguo Testamento, la palabra precisa de Cristo los manifiesta en plenitud, complementando la revelación del misterio de la Trinidad.

La teología, el dogma y la espiritualidad han encontrado las formas de presentación del Padre y del Hijo, pero no nos han dado una fisonomía determinada del Espíritu Santo. De Dios Padre tenemos la visión confiada de hijos, asegurados por la palabra de Cristo (Mt. 6,30-33); de Dios Hijo tenemos una idea aún más completa: Jesucristo Dios y hombre, manifestado en su propia vida terrena y en las enseñanzas posteriores de la revelación. Del Espíritu Santo, en cambio, no poseemos una visión concreta que pueda equivaler a lo que significan “Padre” o “Hijo” en nuestro lenguaje y en nuestras ideas.

Y aún sabiendo que es la Tercera Persona de la Trinidad nos cuesta representarle como persona. Entre nombres y símbolos tenemos una gran variedad: espíritu, viento, fuerza misteriosa, amor, fuego, caridad, paloma, bondad, dulzura, paz. Y nuestra oración, nuestra espiritualidad, nuestros sentimientos hacia El están fundados en la idea que de El tenemos.

A esta falta de figura apropiada se añade el hecho de que la misma reflexión teológica tiende a acentuar más sus obras que su Persona, perdida o escondida detrás de algunas realidades como gracia, caridad, dones. Todo ello contribuye a que, aún creyendo que el Espíritu Santo es una persona porque nos lo dice la Revelación, con nuestra imaginación nos nutrimos de símbolos no personales, y existe el peligro de que nuestra conducta se guía por lo imaginado y no por lo creído, tratando al Espíritu Santo como si no fuera un viviente, perdiendo la posibilidad de relacionarlos personalmente con El.

El papel del Espíritu Santo consiste, sobre todo, en actualizar dinámicamente y en el interior de las personas, a través del espacio y del tiempo, lo que Cristo obró una vez para siempre. Entonces lo que denominamos “gracia” o “dones” del Espíritu (sabiduría, piedad, entendimiento, etc.) no es algo diferente del Espíritu mismo, sino que es simplemente el efecto de su actividad permanente en el interior de las personas.

Se corre el peligro de mirar más a los dones del Espíritu Santo que al Espíritu Santo mismo, que es el verdadero don que nos ha sido dado. (Rom. 5,5; Lc. 11,12-13) El mismo profeta Isaías no separa los dones del Espíritu Santo mismo: no habla del don de sabiduría, piedad, etc., sino del Espíritu de sabiduría, etc. (Is. 11,1-2)

Acercándonos a Pentecostés


De esto se desprende que una actitud lógica para estos días cercanos a Pentecostés es facilitar esta acción del Espíritu, destrabando situaciones personales y comunitarias que se oponen o dificultan esta intervención. Y esta tarea de remover obstáculos también será fruto de la inhabitación del Espíritu en nosotros (Rom. 8,11).

La propuesta es, entonces, partiendo de la descripción de los frutos de la acción del Espíritu que Pablo hace en Gál. 5,22-23, revisarnos y comprobar hasta qué punto estas manifestaciones de la presencia del Espíritu en nuestras vidas son realidad.

A la vez, y como un segundo paso, tomar la serie que el mismo Pablo nos presenta inmediatamente antes, en Gál. 5,19-21, como expresión del actuar de alguien que no “le hace lugar” al Espíritu en su vida.

Luego de reunido el grupo que participa en el encuentro (que puede ser el curso o grado, el grupo o comunidad de referencia, y por qué no la misma familia...), en torno a la Palabra abierta en el pasaje de la carta a los Gálatas antes citado, se enciende un cirio, como significando que queremos dejarnos iluminar por la luz del Espíritu, pidiendo explícitamente Su acción para la tarea que vamos a emprender. (Lc. 11,13).

Se entrega luego a cada uno unas hojas con el listado encolumnado de las actitudes descritas en Gál. 5,22-23 y Gál. 5,19-21, para que realice este trabajo personal de revisión. La sugerencia es anotar al lado de cada actitud cuándo cada uno la ve presente en su vida, y cómo puede acrecentarla o revertirla, de acuerdo a si es una consecuencia de la presencia o ausencia del Espíritu en su vida.

Una forma que implica una dimensión comunitaria mucho más intensa es la de reconocer esta acción del Espíritu en la vida de los demás. Utilizando el mismo esquema de encolumnar las dimensiones de la vida del Espíritu diseñado para el análisis personal, la variante implica contrastar lo que Pablo señala como frutos del Espíritu o ausencia de El, con la vida de los hermanos, con una sincera actitud de agradecimiento a Dios por estos dones reconocidos o de comprensión y no condena ante lo que vemos como ausencia del Espíritu; luego, con una actitud de profunda caridad  de fondo, manifestar lo apreciado a la persona que hemos considerado (por escrito o verbalmente). Es un paso muy delicado, que requiere una gran madurez en la comunidad que lo realiza. Pueden distinguirse dos pasos, que llegado el caso admiten ser realizados en dos momentos distintos.

Dar gracias, pedir perdón, comprometerse a remover los obstáculos que dificultan la acción del Espíritu son actitudes apropiadas para cerrar este momento de reflexión y oración.


En síntesis, reconocer su presencia o su ausencia, y reafirmar desde estas manifestaciones concretas la voluntad de querer obrar según el Espíritu nos inspire. (Gál. 5,25).

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